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Conviviendo con la depresión, un relato en primera persona

Hernán María Sampietro, de la asociación ActivaMent, ha participado en el Curso de Verano “Salud Mental en primera persona” explicando su experiencia con la enfermedad mental que sufre. “Creo que no exagero si digo que cuando recibes un diagnóstico de trastorno mental, independientemente de tu formación, tus conocimientos académicos o experiencia laboral, tu voz en salud mental pasa a ser válida sólo como caso. Si te identifican como usuario de salud mental, cuando te entrevistan, te piden un artículo o quieren tu participación en unas jornadas, conferencias, etc., suelen remarcar: “Explica tu caso”. En ocasiones, no sólo quieren la experiencia de vida, sino que explicites el diagnóstico y, a ser posible, tus síntomas.”

A veces te rompes. No sólo los cuerpos son vulnerables a los golpes. La vida en ocasiones te maltrata. Y no depende de lo que hagas, de cuánto pongas de tu parte. La resiliencia también es finita. Entonces te deshaces. Aunque, claro, como sucede con los objetos, a veces te resquebrajas por dentro, aunque el ojo no lo vea. Y luego, en otro punto y por motivos apenas significativos, las grietas de tu ser dicen que no soportan ya más peso. Cuando comienza, quizás no es más que una intensa sensación de malestar. Una especie de inquietud omnipresente que te acompaña a donde vayas y se queda contigo, hagas lo que hagas. Sientes que algo no va bien, aunque no lo puedes identificar. Es un estado de desasosiego que te priva de calma. Una infelicidad que no se marcha y que te enturbia los momentos agradables. Es esa insoportable sensación de querer que todo acabe, que el presente desaparezca, que el instante deje de ser eterno. Es un displacer que te roe las entrañas. Dejas de dormir. De todas sus manifestaciones, esta, quizás, es la más cruel, porque dejas de soñar. Al menos antes huías de ti mismo por las noches. Ya no hay paz ni oasis posible. No puedes desconectar de tus pensamientos, no escapas del malestar. Ni siquiera te rompe el agotamiento como refugio a esa inquietud que te quema. Al principio, dejas de disfrutar. Nada te satisface, todo te irrita. Pero no se queda allí. No sé explicar cómo funciona, ni tengo claro por qué sucede, pero es infalible: el dolor espiritual te construye una coraza física. No cómo metáfora, de verdad. La superficie de la piel se muere. Cuando te das cuenta, ya tienes el cuerpo de un zombie. Miras al suelo y piensas: “¿De dónde habrá salido toda esa sangre? ¿Qué ha pasado?”. Y entonces descubres que llevas un vidrio clavado en la planta del pie, no sabes desde hace cuánto tiempo. Lo remueves y no te duele. Cocinas, te quemas con aceite, te ampollas, pero sólo lo sabes porque lo ves. El tacto no responde. Y la insensibilidad física parece proporcional a lo profundo del pozo. Cuánto más hundido estás, menos sientes. Cuánto más te desgarra por dentro, más desconectas por fuera.

Y con la capacidad de sentir, se marchan tus energías. La depresión (mayor) es un déficit de vida, un Vacío del Ser. Y esta carencia, cuando se hace presente, lo vacía todo. Porque la depresión también tiene su momento álgido, el punto en que la existencia se resquebraja. En ese momento, lo que llamamos identidad se evidencia una fachada vacía, una farsa. Y no me refiero aquí a que vives una crisis identitaria como la que suele devenir en la adolescencia. No es una evolución. Es una disolución.

Continúas porque te has construido un piloto automático. Lo sepamos o no, tenemos un montón de automatismos, de hábitos, incluso de complejos recursos cognitivos que siguen funcionando solos. Pero existir se hace insoportable.

¿Cómo explicas a quién no ha pasado por algo así que quieres acabar con tu vida? Vivir es un instinto, te dicen. Pero también lo es evitar el sufrimiento. Porque ponerle coto al dolor es lo que te mueve a hacerlo. Imaginaos una agonía que no cesa, que se hace insoportable y a la cual no le ves final. Eso es un episodio de depresión mayor. Una vez que caes más allá del límite del abismo, barranco abajo, vives cual Prometeo condenado. Un padecimiento perpetuo del que sólo puedes escapar acabando contigo mismo.

La depresión duele. Y no es una metáfora. El sufrimiento no es una abstracción. Hace mal, lo sientes en el pecho, en la cabeza, en las entrañas. Ese malestar omnipresente y la sensación de que siempre será así. No es casualidad que los dos colectivos con mayor riesgo de suicidio, intentado o consumado, seamos las personas con depresión mayor y quienes viven con dolor (físico) crónico. El sufrimiento continuo es insostenible.

Por supuesto, la depresión mayor puede atravesarse. Por eso se habla de episodios. Ahora bien, en ese momento no lo sabes, no lo crees, ni siquiera puedes concebirlo. Cuando estás dentro, el padecimiento no tiene fin. Quizás cuando te recuperes puedas decir orgulloso: “Yo sobreviví a mí mismo”. Pero en ese momento, en plena depresión, es impensable. No encuentras motivos ni fuerzas para sobrellevar tanto sufrimiento. Nadie puede convencerte de que dejarán de dolerte los golpes en medio de una paliza. Sólo quieres que se acaben. Ya. Así es como llega un intento de suicidio.

¿Cómo puede suceder que te encuentres mal, que sientas el sufrimiento, que llegues a ser consciente que te deshaces… y no pidas ayuda? Ahora, mirando atrás, es fácil explicarlo. Es estigma y es machismo. Pero cuando está sucediendo ni siquiera sospechas que tus prejuicios puedan arrastrarte barranco abajo, que sean fuente de sufrimiento y puedan afectar tu salud.

Entender por qué sucede es simple: no somos impermeables a los prejuicios sociales. Nos miramos a nosotros mismos en el espejo de la mirada de los otros. Y si el imaginario social nos enseña que recibir un diagnóstico de salud mental, tomar psicofármacos o, incluso peor, pasar un ingreso psiquiátrico es cosa de locos o de personas emocionalmente débiles… está claro que tú no eres “eso”. No buscas ayuda porque te espanta ser diagnosticado. Los prejuicios son un grave problema sanitario. Por su culpa, llegas a los servicios cuando ya estás en una crisis, tienes más dificultades para recuperarte y puede que acabes mucho peor en tu proceso.

Y en relación a la depresión, precisamente, hay diferencias dependientes del género que pueden ser explicadas en términos de los estereotipos de los roles sexuales. Si bien hay mayor propensión a etiquetar a las mujeres con depresión, los hombres solemos ser diagnosticados cuando estamos con síntomas más graves. Yo no fui una excepción. El miedo a las consecuencias laborales y sociales que pudiera acarrearme la etiqueta también era un fuerte motivo para no pedir ayuda.

Ahora, una vez empoderado y superados los miedos y la vergüenza, puedo decir, como siempre hago, que no debería sorprender a nadie que yo sea psicólogo y viva con un diagnóstico de trastorno mental severo; que ninguna persona independientemente de su formación, oficio o profesión está libre de la posibilidad de pasar por un problema de salud mental. La educación nos podrá aportar muchas cosas, pero no inmuniza contra el sufrimiento. Ahora, claro, mirando hacia atrás puedo posicionarme desde la seguridad de una vida que sigue adelante también en lo profesional.

En aquel entonces, esta seguridad era inconcebible. Regresar al mundo, una vez roto y etiquetado, asusta. Ya de vuelta en casa tardé más de dos meses en salir de una habitación. Más allá del peso de los síntomas y la sobremedicación, en este encierro hubo mucho de miedo a lo que me esperaba fuera.

Sólo en un espacio que posibilite y promueva ser responsable de uno mismo y de la propia comunidad es posible abandonar el rol de enfermo y empoderarse. Una psicoeducación orientada a que te tomes la medicación es empoderadora; aprender a planchar es empoderarse; pintar mandalas, hacer una visita guiada al zoológico, escuchar una charla sobre empoderamiento… todo empodera. Por supuesto, siempre, siempre, se trata de actividades ofrecidas por profesionales para personas usuarias. El poder, como está claro, viene de arriba.

Ahora bien, en términos concretos, ¿qué es el empoderamiento? ¿Cómo se consigue? Según la definición de Rappaport: “El empoderamiento es un proceso, el mecanismo por el cual las personas, organizaciones y comunidades adquieren dominio sobre sus vidas.”. Está claro, por lo tanto, que pintar mandalas no otorga control sobre nuestra existencia. Tampoco aprender destrezas básicas para la autonomía personal es empoderarse. Ni siquiera el simple hecho de tomar decisiones tiene este efecto. Si fuese así, cada vez que nos preguntan si queremos el dürum de pollo o carne nos estarían empoderando. Escoger la película del próximo CineFórum o el sitio de la siguiente excursión no son elecciones que cumplan las condiciones para empoderar a las personas. Hace falta algo más. En este sentido, Judi Chamberlin, al definir específicamente los elementos del empoderamiento en salud mental, remarcaba que empoderarse no es sólo tener poder de decisión, sino que estas decisiones deben posibilitar efectuar cambios en la propia vida y en la comunidad. La necesidad de la autogestión, sin etiquetas ni personas haciendo de profesionales es, precisamente, para desmontar el juego recíproco que perpetua el rol de enfermo.

El camino del activismo se ve diferente. Ya no se trata de romper prejuicios y mostrar que el movimiento asociativo en primera persona es posible, efectivo y transformador. Hacia el mismo horizonte, por caminos paralelos, hemos ido creciendo diferentes personas y entidades. Hoy no es todo desierto ni tierra hostil. Ya no se trata sólo de construir un refugio en el cual encontrarnos, rehacernos y recuperarnos. La vergüenza ha devenido reivindicación. Ya no es una búsqueda personal. En ese sentido, creo haber encontrado todo lo que había perdido. Ahora se trata de confluir, de crecer colectivamente. Todas las luchas dispersas, hace un tiempo han empezado a entrelazarse. “Construyendo lo común” es el lema que pregona el movimiento Entrevoces. Y en ese proceso estamos. En definitiva, lo que comenzó casi accidentalmente, desde una necesidad personal, hoy es parte de una inmensa red, cada día más amplia e inclusiva, en una lucha colectiva y transversal que está cambiando la manera de entender y hacer salud mental.